Este cuento fue premiado en Chile y seguro les va a gustar!
CHAROL -  ESPEJO
  Vos debés ser nuevo, ¿no?; ¿tenés  hermanito? A tu edad yo también ya lustraba. A veces se me da por acordarme; no  sé, será la edad o el cajoncito. Yo también tenía cajoncito hechizo, sin  banqueta, me sentaba en un tarro de leche Nido. Pero me acuerdo que la moda  obligada (sin resentimiento, no te creás) era casimir inglés con chalina de  alpaca sobre los hombros (¡había que tener chalina de alpaca!) Los zapatos  tenían que ser Guante prusianos, el sombrero de fieltro con visera volcada, la  camisa Lavilisto blanca y Atkinson detrás de la oreja para los grandes. Bidú,  Gomicuer, suspensores Casi, Far-West, Glostora y pastillas Volpi para los  chicos. Digo para los hijos de padre con chalina (esta bigornia está chueca) Yo  lustraba en la Belgrano y Necochea, me decían Hijito. Era el preferido de los  subtenientes del 2 de Montaña, porque nadie dejaba las botas como yo. Primero  una desbarrada general. Ahí nomás el Monje Negro preparada con saliva pura, una  cepillada rapidita y el tincazo en la puntera para cambiar de pie. Mientras se  oreaba la pata izquierda, repetía en la derecha. Después una castigada furiosa  de paño blanco con el trapo de algodón. Ahí la bota quedaba caliente y sobre el  pucho una untada generosa de Guasinton marrón militar. Primero la caña, bajar  despacio hasta la capellada y rematar con la zurda el contrafuerte y con la  derecha la puntera. Parece que le hacía como cosquillas, porque en ese momento  el milico dejaba de mirar a las chuchetas del centro y clavaba la vista sobre la  nuca de un servidor. Cuando me daba cuenta de que el coso me estaba mirando,  sacaba los peludos y soltaba la fiesta: ponía los dos cepilllos en la derecha y  -mientras me hacía el de buscar en el cajón- tiraba un cepillo al aire que  pegaba un mortal limpísimo, pero yo me hacía el ocupado más en la búsqueda que  en los malabares. El cepillo volador daba dos vueltas impecables en el aire y  caía siempre contra la espalda del que quedaba en la mano. Yo (¡mentira!) seguía  atareado buscando en el cajón, ¿ves? Cuando decidía encontrar la cera, remataba  el acto con un salto mortal triple del volador y lo dejaba clavarse pelo a pelo  con el de la mano. Esto almidonaba al militar y entonces remataba el acto con  una rutina fragorosa de paño galopeado -previo toque de cera por toda la bota-.  El final me dejaba la misma sensación que te da comer puchero, no sólo por el  jueguito de los cepillos, que era como condimentar el plato, sino por el  resultado charol-espejo de la bota; era como el eructo de la satisfacción.  Después, como de postre, una franeleada con el trapo con la propaganda de  Delgado -para relajar ¿ves?-, y terminaba el acto con una sonrisa de nene  inocente. ¡Mira vos, nene inocente, ja! (calzá el cajón que está en falsa  escuadra) Me encantaba la palmada de los subtenientes rubios y de bigotes que me  pagaban sin esperar el vuelto (no, papá, primero sacá el barro) Pero me ponía  como loco cuando me decían “Pibe, sos un campeón” No por lo de campeón, sino que  pibe me sonaba a porteño, ¿ves?; se me hacía que no estaba en esa esquina, sino  en Buenos Aires, y que los milicos rubios eran mis amigos. ¡Fijate, un lustrín  amigo de los porteños y de los milicos! (la botamanga, levantá la botamanga)  Para esa época, mi mamá ya pedía (¡guarda la media, pendejo!) A mí me daba una  rabia bárbara que pidiera cerca de donde yo lustraba, porque todos me jodían.  Los únicos que no me jodían eran los milicos, pero los otros me volvían loco. Es  que mi vieja era muy joven todavía. De ahí me quedó el apodo de "Hijito", todos  me decían Hijito (¡que te parió, guarda la media!) El que empezó creo que fue el  moto Borsa, ya no vive. La miraba a la vieja como para dibujarla. Puta, y yo le  rogaba que no cruzara la calle cuando los autos tenían luz alta, porque se le  traslucían las piernas, pero ella nada. Era como hacerme la contra, cruzaba  justo cuando el moto Borsa o el loro Chorbandi acomodaban los diarios junto a mi  cajoncito. Yo de rabia lustraba como loco, me desquitaba con los trapos y ni  escuchaba lo que me decía la vieja, porque me daba cuenta de que estaba  presumiendo: hablaba para los otros, decía cualquier cosa; no sé, me contaba que  había comprado carne para el almuerzo, pero siempre la morfe era mate y bollo, o  decía que se había cruzado con mi maestra y a mí me habían echado como dos años  antes (¡eh!, ¿qué me querés romper el tobillo?) Para colmo, hablaba a los  gritos... Es que era joven, ¡qué querés! Gracias a Dios que los malevos se  cortaban cuando ella estaba cerca y medio que se ponían respetuosos conmigo  (ojo, la media) Pero lo único que yo quería era que se fuera. Finalmente se iba  y era la misma sensación de volver a tragar aire, como cuando me nebulizaban en  el hospital. Pero el remanso no duraba mucho porque, bien se alejaba la vieja,  desaparecía el respeto contenido y de nuevo comenzar las historias de carne,  saliva y gritos en las que mi mamá era siempre la actriz principal, ¡moto hijo  de puta! (¡apretá el trapo, maricón!) Para lustrar en la Belgrano y Nechochea  hay que ser pesao (¡poné más pomada, carajo!) El lugar se gana a lo macho y a lo  macho me lo gané. Antes no era como ahora, no, antes había escalafón jerárquico,  y tuve que desplazar al titular por la razón o la fuerza (¡no, no, dejalo que se  oree más!) En orden ascendente fueron: el ciego Abán (violín estallado contra el  piso); Vidalita Tolaba (sustracción de bicicleta y lesiones en el cuero  cabelludo); la Calandria Vega (atenciones sexuales); el Pocoto Abeijón (amenaza  de incendio en el domicilio particular) Llegar a instalar el cajón en la  Belgrano y Necochea no sólo me costó las maniobras anteriores sino caerle  simpático a Borsa y Chorbandi. Costó bastante, pero de a poco me los fui  ganando; claro que tuve que comerme muchas delicadezas referidas a mi madre. Lo  fiero no eran las bromas, sino esas risas gritadas como alaridos con las que se  festejaban las ocurrencias -sonaban como despertadores dentro de una olla, como  cajas de herramientas derramadas en un confesionario-. Pero algún sapo hay que  tragarse. ¡Pobre vieja!, en esa época todavía sabía vender flores (primero  calentá con el cepillo y después pasá el trapo, chambón) Los pobres nunca pueden  ser felices del todo, ya te vas a dar cuenta, changuito. Cuando logré instalar  el cajón en la esquina, no pudimos celebrar como corresponde porque justo se  había muerto la criatura. No es que no tuviera pena, no, pero había logrado un  lugar tan importante que quería estar alegre (aflojá los cordones y meté la  pomada debajo de las trenzas, no, en los dos, ¡boludo!) Me duró poco la alegría  porque como a la semana empezó a caer mi vieja. Se había atado el pelo con un  pañuelo verde y acarreaba al hermanito muerto como si estuviera vivo; ya se le  notaba una cosa rara en los ojos. Al principio no dije nada, pero como a los dos  meses la cosa seguía, entonces empecé a hacerme el que no la conocía (mirá, la  próxima mancha y no te pago ni mierda) ¡Qué querés! era visitarme todos los días  con el fiambrecito. ¿Vos has tocado el cuerpito frío de un bebé muerto? La  verdad es que estaba muy frío, ¡puta, eso era lo que me impresionaba! La pobre  vieja me saludaba, hacía que lo besara en la frente helada y se me instalaba en  el descanso de mármol de la farmacia para amamantar a la criatura muerta. Así  estaba durante horas, cambiando de teta al cadáver de mi hermanito muerto, hasta  que había que levantar el cajón y rajar para la casa. Para colmo yo tenía que  cocinar y volver. Y volver era volver a escuchar las historias de Borsa, que sin  sacarme la risa de encima decía que «todo era nada más que para mostrarle las  tetas» (¡que te reparió, la tinta está aguada!, limpiá, limpiá. ¡No!, con el  trapo limpio, ¡pelotudo! ) La calle te enseña de todo. La calle es de nadie y te  la tenés que ganar. Es cosa de ver quién es más macho. Primero, llegás y tenés  que aguantar, después vas midiendo al más blando y lo apretás, después al otro y  al otro. Después te ganás un puesto y esperás, siempre hay un momento para  ascender o para desquitarte porque esa es la ley de la calle: vengarte o  ascender. La calle siempre te da desquite. Pasan autos y alguien -sin querer-  empuja a alguien, eso es desquite; se le muere un pariente a un lustra y cuando  vuelve del velorio, su lugar ya está ocupado, eso es ascenso. Pero en la ley de  la calle nadie pide explicaciones ni por el puesto perdido ni por el accidente  dudoso. Entonces, casi sin querer, vas sabiendo de qué se trata. Y, de repente,  sos el dueño de la calle y organizas a los lustras para que trabajen para vos,  eso da guita. Entonces te entran a respetar. Y ahora sos el dueño de la calle y  ya no tenés que lustrar, ahora te lustran y te respetan. Ya no le tenés miedo al  moto Borsa -porque murió en un accidente-, y el loro Chorbandi festeja tus  ocurrencias con esas carcajadas de fierrerío estallado en el piso. Ahora sos vos  el de este casimir inglés y esta chalina de alpaca... — ¡Pero qué carajo tengo  que contar esto!... Lustrame, pendejo. Lustrá bien, carajo. Terminá rápido que  ahí viene la loca del pañuelo verde... ¡Yo no sé qué mierda le tengo que contar  esto a un pendejo como vos!... ¡Lustrá, carajo!
 

 
 
0 comentarios: