Bibliografía buenísima

La experiencia de leer
Sebastián Dozo Moreno*

Cierta vez, en una tribu africana, un niño con taparrabo se acercó a un antropólogo y le señaló el libro que el hombre tenía en sus manos. El antropólogo supo que el niño no comprendía qué era lo que él hacía sentado inmóvil durante horas con ese “objeto”, así que se dispuso a explicarle lo que significaba el acto de leer.
Primero intentó hacerle entender que un libro no era –como se rumoreaba por la tribu- un remedio para los ojos, y después, con gestos, ademanes, y palabras sueltas que había aprendido en la lengua del niño, se esforzó por iniciar al neófito en los misterios de la lectura. Cuando el antropólogo acabó su lección, el pequeño mostró sus dientes blancos y parejos en señal de contento, le arrebató el libro al hombre de ciencia y se lo pegó a un oído, seguro de que oiría las voces que encerraba ese objeto mágico.
Pocas experiencias son tan extrañas como la lectura de un libro. Leer parece algo normal de puro conocido, pero, en realidad, es una experiencia insólita, como que es el contacto de dos inteligencias sin que medien la voz y el gesto. En este sentido, es válido decir que leer es hacer telepatía. De hecho, tan estrecha es la relación entre el pensamiento y el acto de leer, que la palabra “inteligencia” proviene del latín “intus legere”, que significa “leer adentro”. Pero leer es mucho más que un suceso intelectual formidable.
“Leer es el placer de los que no pueden viajar en tren”, decía Pessoa. De modo que es aunar en una sola experiencia diversos placeres: la sensación de liviano deslizamiento; ser llevado en vilo por una fuerza extraña; alejarse de la propia realidad casi sin sentirlo, y observar por la ventanilla de la imaginación un paisaje huidizo como remedio a la monotonía de vivir. El que lee viaja, no importa dónde se encuentre; y en la estación de cada nuevo capítulo se siente en el rostro la brisa fresca de un nuevo comienzo, y el “¡vámonos!” de un guarda del tren fantasmal.
Pero además de ser una experiencia telepática y un viaje, es una experiencia creativa. Quien lee, crea su propia historia a la par del autor. Por eso decía Borges que hay tantos “Quijotes” como lectores hubo de la obra de Cervantes, y por eso también los escritores deben cuidarse de la vanidad de creerse artífices absolutos. Es el lector el que completa una obra, ya que todo acontecimiento humano genuino es, necesariamente, un suceso co-creador y un punto de encuentro entre dos sensibilidades. (Las experiencias humanas adquieren su valor cierto en el momento de ser compartidas. La filosofía nació en Grecia como diálogo, y la literatura debió empezar cuando una persona le contó un cuento a otra, y no a partir de un monólogo demencial).
Que la lectura es creación conjuntase ve en el “caso Conan Doyle”. Cuando Doyle, autor de Sherlock Holmes, mató en un cuento a su célebre personaje, ciertos de lectores indignados le enviaron cartas acusándolo de monstruo y filicida. Como es sabido, tal fue la presión de los lectores, que Doyle debió resucitar a Sherlock Holmes diez años después de haberlo precipitado por un acantilado, aun a sabiendas de que su personaje le robaría celebridad. Agatha Christie, en cambio, tomó sus recaudos al respecto, y mató a su detective Poirot en el cuento titulado “Telón”, que debía publicarse póstumamente para que nadie le pudiera exigir que reviviera al hijo de su ingenio.
Leer es, también, asimilar experiencias de otros en provecho propio: “Leer, leer, vivir la vida que otros soñaron”, dijo el poeta, que vale tanto como decir “Soñar la vida que otros vivieron”.
Y es, además, una victoria sobre la soledad. “Leemos para saber que no estamos solos”, dijo un pensador. El buen lector goza de la compañía del autor de un libro (y de los personajes ficticios, si es obra literaria), pero también disfruta de sí mismo, porque el que lee está en paz, y no precisa agitarse para evadirse del vacío interior. Y si Blas Pascal atribuyó todos los males de la humanidad a que “no sepa el hombre quedarse solo en la propia habitación”, entonces es válido decir que todos los males se deben a la escasez de lectores en el mundo, ya que un lector, por definición, es una persona pacífica que sí sabe quedarse a solas consigo misma en su habitación, o donde fuere. Cabe citar los versos de Francisco de Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos, pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con los ojos a los muertos.”
Por último, dos razones más a favor del acto de leer. La primera, que si bien Cervantes dice al comienzo de su novela insigne que a Quijote se le secó el cerebro “de poco dormir, y del mucho leer”, hay que destacar que el “poco dormir” se menciona primero entre las causas de la locura de Quijote, así que el “mucho leer” pudo ser sólo un agravante de la enfermedad, y no la causa de su desdicha.
Y la segunda razón es que la lectura, además de ser una experiencia telepática, un viaje, un suceso creativo, un encuentro de dos sensibilidades, la derrota de la soledad, un acto en favor de la paz del mundo y una adquisición de experiencias sensibles, también es una experiencia supersensible, muy del tipo de las experiencias narradas por los médiums: basta con que un lector sensitivo abra un libro y lea para que el espíritu del autor le entre por los ojos y tome posesión de él, lenta y conmovedoramente. Por eso dijo el poeta: “Cuando vibres todo entero, soy yo, lector, que en ti vibro”. © LA GACETA

*Escritor y profesor de Literatura y Filosofía. Colaborador permanente de “La Nación”, de Buenos Aires. (Suplemento Literario “La Gaceta”. San Miguel de Tucumán, Domingo 18 de junio de 2006.)



Poemas


Con las armas de trabajo cotidiano:
el lápiz, el papel, la lapicera,
estoy haciendo un collar
de poemas.
Alcira Hidalgo Oficio de aurora, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 2002.


Palabras perdidas

Entre naipes y cartas geográficas
ella parte
ha decidido mudar de lengua

abandona un cuerpo y una tierra

a pesar del movimiento

escribe poemas
para evitar que algo desaparezca


Juan Pablo Páez en 11 “salpicón jujeño de poesía”, Intravenosa ediciones, 2011.



Dedicatoria

La poesía es más ardiente que tu risa,
Es más pura que tus sienes,
Más honda que tus manos,
Más tenue que tu sombra,
más tierna que tu voz,
Más música que tu alma
Y es sagrada como tu corazón,
Lo se.
Pero déjame que la busque en todas las palabras
Y que te la ofrezca
Como Dios
Cuando creó la alegría.
Jorge Calvetti, Obras completas, Cuadernos del duende, 2006



Algunos cuentos de autores jujeños



Cuando ella llora
MÓNICA UNDIANO (Huellas,1999)



Si ella está triste, prefiero que no se mire en el espejo, porque al verla llorar siento los surcos salados en mis mejillas y percibo su nariz colorada, sus pestañas mojadas, sus ojos nublados, abandonados en el charco en donde todas las mañanas encuentro mi reflejo.
Si ella está triste, no quiero mirarla, porque cuando llora ya no sueño, ni hago planes, ni vislumbro el futuro y sólo quisiera hundirme en su regazo y pedirle que se consuele, en tanto le digo al oído, quedamente, que la imagen está sucia, que deseo me mire desde arriba, desde un biplano antiguo que raye las arenas del desierto, buscando con la mirada alguna huella que no hubiera sido
borrada por el viento, buscando con el alma un oasis donde secarnos las lágrimas y en el agua cristalina mirarnos más de cerca.
Pero cuando la encuentro feliz, sus ojos me acarician con tanto júbilo contagioso que inmediatamente se confunden mis alegrías, mis fracasos, mis caídas, con sus hoyuelos de niña, sus canas, sus arrugas.
Verla llorar no es como ver llorar a cualquiera, por eso, cuando estoy triste, prefiero no mirarla en el espejo.





El sepulturero

AGUSTÍN GUERRERO (Tumbas de papel,2005)


El viento sopla donde quiere,
Y oyes su sonido,
Pero no sabes de dónde viene
Ni adónde va.
Así es todo el que ha nacido del espíritu.
Cristo.

Marcos era poeta. Para él, la poesía no era una mera forma de expresión, cada poema era
un ser viviente, un alma con plena autonomía, quien escribía un poema daba a luz un hijo, más aún, el poeta no era la madre sino el dios que creaba a sus hijos de papel, vestidos de andrajosos trazos azules. Por ésa razón, pasaba los días escribiendo versos, cuando llegaba a la conclusión de que cierto poema era perfecto lo envolvía en un folio de nylon, luego tomaba una pala y salía a enterrarlo en el jardín (tiempo después, durante las primeras excavaciones, sacaron, además de la prueba irrefutable de su culpa, unos trescientos escritos, algunos eran buenos, otros no tanto; y fueron publicados en una curiosa obra llamada «Marcos, el sepulturero» que incluía un comentario erróneo sobre la personalidad de su creador).

Marcos creía que los grandes poetas habían hecho lo mismo que hacía él con los suyos. Él
acostumbraba quedarse con los poemas que necesitaban un retoque o alguna mejora y creía que autores como Shakespeare también se habían quedado con lo imperfecto. Pensaba que, en su jardín particular, Borges había enterrado sus mejores poemas y que había dejado los mediocres como legado para la humanidad, tal vez porque la humanidad nunca fue merecedora de las perfectas obras de artes verbales de ese eximio poeta muerto. Solía cavilar por las noches diciendo: «Si así son los poemas que decidieron dar a conocer, entonces… ¡Cómo serán los que nunca leeremos!». A veces, lamentaba este hecho, pero luego se tranquilizaba entendiendo que la teología poética, como la teología común, carece de explicaciones para Dios y para el poeta. Al fin y al cabo, Dios es un poeta y el poeta es Dios.
Los poemas de Marcos se amontonaban, algunos en la sala, otros en la habitación, alguno
más en la biblioteca, otros tantos iban a parar al jardín. Quizás la profusión de los versos se debía a que su creador no les había tejido un destino, no les había asignado un pecado ni mucho menos un redentor, la existencia de los versos era un hecho sin episodios verdaderos, un despropósito: la antípoda de la existencia.
Un día de verano, Marcos se enamoró. Fue entonces cuando sus hijos encontraron verdadera
cabida en el mundo, por fin tenían un propósito definido, un objetivo que los impulsaba a
lanzarse fervorosos a la existencia y a la muerte. Marcos escribía por amor a su doncella. Esta era una niña petulante, rubia y pálida, apenas escapada de la adolescencia, no porque ya estaba en edad sino porque en estos tiempos la adolescencia es un alarido presuroso. Aún así, Marcos la idealizaba por encima de las diosas, no importaba su carácter egoísta, altivo y poco apreciativo, para él ella representaba el poema supremo que nadie jamás había escrito, la obra de arte definitiva, la belleza vestida de piel y adornada de perfume.
Sin embargo, por mucho que se esforzaran, los versos de Marcos no alcanzaban la perfección
que les exigía su creador. Si no llegaban a tocar el alma de su amada, los poemas eran culpables de imperfección y, por lo tanto, merecedores de destrucción.
Hora tras hora, urdía Marcos ignominiosas palabras que sólo despertaban el desprecio y la

indiferencia de la musa proclamada.
Una tarde, frente a los ojos del enamorado Marcos, la dulce jovencita desgarró con lentitud
y desdén un poema de amor escrito esa misma mañana. Ese fue el golpe más duro que haya recibido el enamorado poeta: un dios veía despreciada y destruida una obra que él consideraba perfecta, un poema que se había ganado el cielo del jardín y que, por amor, había destinado él para su amada.
Marcos se encerró por varios días. No comió, no bebió, no escribió. Solo, velaba sombrío.
Una o dos veces, algún movimiento venía a profanar el artero silencio que imperaba en su casa.
No se sabe cuántos días pasaron. Lo que se sabe es que una mañana, tal vez pensando que
la hora de la redención había llegado, abrió la puerta y salió con la pala al hombro. Marcos había decidido que ya era hora de enterrar el poema supremo en su propio jardín.

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